La argentina transita momentos de incertidumbre extrema. El punto de partida es crítico: una economía sin acceso a los mercados de crédito, financiando su déficit con emisión, reservas internacionales en mínimos, en negociación con final incierto con su principal acreedor -el FMI-, con tarifas y tipo de cambio retrasados, una inflación superior a 50%, controles de precios y una situación social muy delicada.

En este marco los precios de los bonos descuentan un shock del tipo de cambio cercano a 30% luego de las elecciones, lo cual nos transporta no sólo a pensar en la dimensión económica del problema sino también en la política y social. ¿Se puede evitar una devaluación? Nuestra visión es que este escenario no soporta un salto cambiario de esa magnitud; es necesario encontrar alternativas para poner la macro en orden sin dañar aún más el frente social.

Los desequilibrios que necesariamente hay que corregir se manifiestan, como la punta del iceberg, en una brecha cambiaria en torno de 100% y niveles de inflación entre los más altos del planeta. Imposible encarar un sendero de crecimiento sostenible sin estabilizar, o en palabras del propio ministro Martín Guzmán, sin “tranquilizar la economía”.

Este año terminará sin que el Banco Central pueda acumular reservas internacionales a pesar de que el tipo de cambio es muy elevado en términos históricos, la relación entre los precios de exportación e importación es la mejor de los últimos 10 años y las cantidades exportadas están en máximos. ¿Si no se puede acumular reservas cómo se podrá cumplir con los compromisos del FMI o los acreedores privados?

 

Devaluar implica bajar la brecha cambiaria de abajo hacia arriba y que las variables de ajuste sean la actividad, el salario y pobreza. No devaluar abre a su vez otras opciones: encontrar alguna alternativa para cerrarla desde arriba hacia abajo con mucha disciplina fiscal y monetaria o permanecer en un esquema de estancamiento, haciendo la plancha mientras pueda durar.

 

Estas tres opciones se dirimen en un esquema complejo de puja de poder donde conviven cuatro actores:

i) El oficialismo.

ii) La oposición.

iii) El FMI.

iv) La sociedad argentina.

La primer opción, dijimos, está descartada porque los indicadores sociales no soportan una devaluación de esa magnitud; ni el oficialismo ni la sociedad podrían aceptar semejante impacto. Los costos políticos para un coalición de gobierno debilitada por el resultado de las elecciones pondrían en jaque la gobernabilidad. La oposición aceptaría una devaluación porque implicaría que el oficialismo haga el trabajo sucio y llegar con una economía más ordenada y con mejores chances a 2023. El FMI también estaría de acuerdo, más allá de la dimensión ideológica, porque se garantiza un mayor caudal de reservas para saldar la deuda con el organismo.

 

No devaluar y cerrar la brecha resulta conveniente para el oficialismo, el FMI y la sociedad, aunque no tanto a la oposición que hoy cuenta con mayor peso relativo luego del resultado electoral. En la práctica significa que la devaluación se patea hacia delante y quedaría en cabeza de la oposición (si se extrapolan los resultados de las PASO a 2023). Si el gobierno y el FMI quieren que el acuerdo pase por el congreso, con esta fórmula de distribución de costos no se va a llegar muy lejos.

 

Finalmente, está abierta la opción de postergar el acuerdo con el FMI, con algo de margen, por ejemplo, mediante la devolución de los DEGs e ir negociando pequeñas extensiones de pagos, tensando la relación con el organismo y la oposición a medida que corre el reloj hacia las elecciones de 2023. Aquí vemos muy difícil, cuando no imposible, planificar un sendero de crecimiento sostenido con creación de empleo, reducción de la brecha, baja de la inflación y acumulación de reservas; máxime teniendo en cuenta el orden de magnitud de los compromisos con el FMI en 2022 (en torno de US$20.000 millones). Por el contrario, este camino nos lleva a una economía más trabada: con más controles de precios, déficit fiscal, brecha elevada y escasa acumulación de reservas.

Por último hay una cuarta opción, que es una combinación de las 3 anteriores. Ajustar el tipo de cambio con pequeños saltos y gradualmente las tarifas. Todo en el marco de una regla fiscal y un programa monetario que se extiendan más allá del horizonte de un presupuesto plurianual. Este último típicamente tiene compromisos laxos y a dos años por lo que comprometería sólo la propia gestión de Frente de Todos. En otros términos, de esta encerrona es imposible salir sin compromisos explícitos de las principales coaliciones políticas. Lógicamente, esta opción requiere arribar a ciertos consensos, porque además siempre se corre el riesgo de que el plan fracase y todos pierdan. Esta postura podría dejar abierta la posibilidad de llegar algún punto medio, un acuerdo de culpas compartidas, dado que nos encontramos en esta encrucijada por responsabilidad, en mayor o menor medida, de todas las partes. Es por ello que el proceso de ajuste debería ser repartido en más de un período de gobierno, uno de los cuales podría tocarle a la oposición.

Para ser justos con el Ministro Martín Guzmán, ¿qué plan económico se puede armar con todas estas dimensiones abiertas? Sin un apoyo político contundente es imposible que aún el mejor plan económico funcione. Carlos Menem tuvo la capacidad de alinear el respaldo necesario en torno de la Convertibilidad en los noventa. Eduardo Duhalde hizo lo propio con Roberto Lavagna luego de que Jorge Remes Lenicov hiciera el trabajo sucio durante la salida del uno a uno.

Llegamos a un punto crítico en el que el oficialismo, más aún luego de las elecciones, tiene el deber de consolidarse políticamente y hacer una propuesta viable. La oposición tiene la obligación de validar y acompañar una política de Estado. La historia muestra que el pánico termina disciplinado a la dirigencia argentina. Esperemos que esta vez tengamos la madurez para lograr los acuerdos básicos más temprano que tarde y no siempre al borde del abismo