La inflación es el tema más recurrente del debate público. Es lógico, a diferencia de la enorme mayoría de países del mundo para los que es prioritaria la estabilidad de precios llevamos décadas sin solucionar el problema. Si bien hay muchas teorías sobre las causas de la inflación, hay consenso en que ningún dato puntual puede definir una tendencia. Se requieren décadas de continuidad, considerar la estabilidad de precios una política de estado que trascienda los discursos de campaña y las gestiones de gobiernos de forma tal de fortalecer el tejido institucional en pos de una desinflación lo menos dolorosa posible.
En su último año, el Gobierno nacional se propone reducir 35 puntos la inflación, llevándola a 60%. Un desafío difícil que implica pasar de un ritmo mensual de 6% a 4%, en un contexto de ajuste fiscal.
Para pensar la dinámica esperada de la inflación es importante entender que hay más de un factor operando. Desde el punto de vista estructural, es difícil pensar que los precios se desaceleren si las variables que explican los costos de la economía se aceleran. Esto es, si los salarios, el tipo de cambio y las tarifas se ubican por encima del 60%, posiblemente cueste mucho que los precios se muevan por debajo.
Como un costo más juega la brecha. Al haber fuertes controles a las importaciones, como se observó durante el salto inflacionario de julio del año pasado, cada vez más precios se fijan en función del valor de los tipos de cambio paralelos o algún punto intermedio.
Además de todos los factores mencionados, la inflación tiene un componente inercial fuerte y los motivos que lo explican son variopintos: la frecuencia de contratos, la remarcación por las dudas, la credibilidad de las políticas públicas, entre otros.
De todos modos, hay una gran oportunidad derivada del pésimo punto de partida. El nivel elevado de inflación, local e internacional, la elevada frecuencia de actualización de contratos y el nivel de brecha en torno a 100% ofrecen una chance de reducción abrupta y para siempre si se hacen las cosas bien. Veamos cómo.
La reducción de la inflación propuesta se puede lograr de dos modos. Uno es a través un anclaje de variables nominales, el otro con anclaje de expectativas. Desde ya, estos canales no son excluyentes y en el mejor de los mundos ambas se mueven en la misma dirección. El primer camino implica atrasar el tipo de cambio y las tarifas, una receta que conocemos. Este camino lleva a sacrificar el cumplimiento de las metas con el FMI porque el atraso cambiario no permite acumular reservas y porque el desajuste de tarifas complica la meta fiscal. A la vez, quedaría inflación contenida para el año que viene por los desajustes de precios relativos y esto se manifestaría en una brecha alta. En otras palabras, patearía el problema para adelante.
Entonces hay que apelar al anclaje de expectativas, el más difícil de los caminos, pero el único posible; este es el que logra frenar la inercia. Esta senda tiene cuatro pilares: i) la coordinación fuerte de precios y salarios, ii) una política fiscal que permita continuar reduciendo el déficit, iii) mejorar de la administración de las divisas para importar, y iv) una política monetaria adecuada. Esto opera en el corto plazo ya que es la única combinación de políticas creíbles para esta administración en lo que queda de mandato. La próxima gestión debe continuar con el sendero de desinflación en una segunda etapa, más orientada al mercado y a la desregulación. En esta fase, un canje de deuda, un nuevo acuerdo con el FMI y una salida gradual del cepo pueden ser pasos a seguir. Aunque la lógica económica de largo plazo no siempre prima en las decisiones políticas, esta vez hay un órgano rector que obliga a cierta consistencia, como el FMI.
El anclaje de expectativas lo asociamos a la institucionalidad, a la posibilidad de implementar políticas de Estado que atraviesen varias gestiones y a despejar la incertidumbre que genera la política. Aunque puede haber diferencias en los instrumentos, ya sea debido a que nos encontramos en distintas etapas del proceso o por diferencias en las preferencias de la propia gestión, influenciadas por su electorado, el hilo conductor debe ser el mismo: la única prioridad es reducir la inflación, pagando el menor costo posible en términos de empleo y actividad.
Para 2023 barajamos dos escenarios extremos, el afán de balizar el rango sobre el que podría moverse la economía teniendo en cuenta que se cumplen las metas con el FMI (fiscal y de reservas), pero apelando a que funcionen los mecanismos de institucionalidad, en un caso, y a su total falencia, en el otro. En el primero de los casos, el factor institucional habría fallado y el factor de inercia operaría en su máxima expresión, potenciando la inflación en lugar de frenarla. Esto dejaría un piso de 120%, con precios regulados en torno a ese guarismo y una brecha siempre por encima del 100%. Así, los salarios debieran moverse en torno a 85%, para inducir la pérdida de poder adquisitivo y empleo necesarios para garantizar el cumplimiento del déficit primario de 1,9% del PIB y la acumulación de reservas internacionales netas por u$s 4800 millones para este año. El fantasma del reperfilamiento posiblemente se termine materializando en 2024.
El otro camino, también extremado, es el de un acompañamiento masivo de la política, no al actual programa económico, pero sí a garantizar una transición ordenada hacia la próxima gestión en 2024, independientemente del signo político. En este caso, el factor inercial pisaría el avance de los precios y el piso sería de 80%, base sobre la cual se podría mover el tipo de cambio oficial y tarifas, tomando en cuenta que la brecha podría bajar incluso hasta ubicarse en torno a 70%, siempre cumpliendo con los 4 puntos que marcamos. En este caso, la pérdida del salario sería menor y debería moverse en torno al 70%, con un consecuente menor impacto en actividad y empleo y descomprimiendo los canales de ahorro y crédito que hoy están rotos.
En otros términos, un escenario en el que la dirigencia política trabaja para construir estos consensos básicos puede permitir ahorrar 40 puntos de inflación sólo este año. De hecho, hace tiempo venimos insistiendo con la dimensión política porque tiene muchas aristas. Por ejemplo, es muy difícil bajar la inflación sin aumentar la demanda de pesos y para eso hay que ofrecer instrumentos que al menos cubran la inflación. En ese sentido, que la oposición no aclare qué va a hacer con la deuda el año que viene no sólo atenta contra la estrategia de financiamiento del oficialismo, sino contra una política de estado que incluye garantizar la deuda pública.
Cuando no existe institucionalidad, para bajar la inflación se requiere sobrerreaccionar ajustando la política monetaria, fiscal y de ingresos. Estos costos pueden ser menores si se coordinan los distintos resortes de la política económica dentro de la misma gestión, pero además se logran acuerdos políticos.
Si bien hay una oportunidad de la mano del momento histórico y de la racionalidad que imparte el FMI en su fría voluntad de cobrar la deuda, es también una complicación en un año electoral, donde no hay mucha mesura en las declaraciones cuando la pelea por el poder es tan reñida. Quizás es tiempo de que, tanto las facciones del oficialismo como la oposición le den una mano a Massa, al menos generando algunos puntos de certidumbre para transitar este año difícil y bajar la inflación por el camino bueno; evitando ajustes violentos.